España, Estado fallido
El progreso no lo puede todo. La naturaleza, a veces incontrolable a veces insuperable, nos pone en nuestro sitio, por desgracia. Quizás no se pueden advertir azotes o cambios del clima en la era globalizada, pero es deber de un Estado, más o menos centralizado y que se considera “avanzado”, reconocer sus límites y sus fallos ante designios muy superiores, y prepararse o reaccionar en consecuencia ahora y mañana, poniendo en primer lugar lo importante: las personas, en sus familias y con sus valores. Porque el progreso no puede limitarse a sacar pecho en los momentos de éxito, en numerosas ocasiones impostados, o en los lugares privilegiados, donde vive la elite o donde se aspira a ser como ella. O en adoptar ideologías artificiales e individualistas que supuestamente están de moda y que desvían el foco de los verdaderos problemas de la ciudadanía. O en echarle la culpa, recurrentemente, al pasado para no reconocer los errores del presente, las omisiones actuales o las decisiones adoptadas.
Una Dana, una gota fría excepcional, ha sacado lo peor de un país. Valencia y Albacete han sufrido escorrentías impresionantes, las cuales han arrasado campos y pueblos y se han llevado la vida de cientos de ciudadanos. Autoridades desbordadas, instituciones descoordinadas, imágenes propias de otras latitudes empobrecidas, políticos casi desaparecidos, ciudadanos abandonados a su suerte, gritos y llantos de soledad, grupos de personas robando en la desgracia. Todo ello, en la España desarrollada del siglo XXI.
Dicen que faltó previsión y reacción ante la tragedia que se avecinaba, que durante horas pueblos y personas se sintieron al borde de la muerte, que se desplegaron pocos recursos de ayuda, que el ejercito llegó tarde y mal, que los gabinetes de crisis nacionales y regionales se reunieron a deshora, que al día siguiente miles de conductores estuvieron abandonados en las carreteras y las localidades afectadas quedaron en desamparo, que faltaba agua y comida en las zonas arrasadas, que no había coordinación entre administraciones, que los alcaldes afectados clamaban por algo de apoyo, y que muchas horas después se alertaba de cientos de desaparecidos y de miles de ciudadanos y negocios sin protección alguna. Eso dicen los protagonistas de la tragedia.
La catástrofe de finales de octubre de 2024 podría ser un hecho aislado, un fenómeno puntual. Climatológicamente podría serlo. Aunque, a lo mejor, es el reflejo de algo mucho más profundo en clave política y social. De un país, del nuestro, institucionalmente hablando, fallido, terriblemente fallido. Desunido en sus regiones, polarizado en su Parlamento, burocratizado en sus sistemas, cooptado por una partitocracia, centrado en cuestiones ideológicas parciales y temporales, y que, a la hora de la verdad, es incapaz de atender como es debido a hechos trascendentales que afectan a los ciudadanos más humildes. Los estamos viendo, aunque ya lo vimos no hace mucho (de la crisis de 2008 a la pandemia de 2020) y, por desgracia, lo seguiremos viendo (en la crisis demográfica, el fin del ascensor social, el despoblamiento rural, la desigualdad económica rampante).
Una Dana, una gota fría brutal, también puede sacar lo mejor. Es la hora de la solidaridad nacional, de hermanos en un proyecto común que reacciona ante la adversidad, siendo solidario con el vecino, con el prójimo, con el compatriota ante un Estado fallido que se demuestra en los momentos peores de la historia de muchas localidades de nuestro país.
Organizaciones civiles y religiosas, grupos locales y comunidades de toda España, dinero en metálico y bancos de alimentos, ciudadanos famosos y anónimos. Actores y medios de esa solidaridad nacional que deben demostrar que otra España es posible, más allá de ese Estado fallido y de tantas declaraciones oficiales. Esa España unida y solidaria que demuestra la altura de un país frente a políticos que se reúnen, en plena crisis por las inundaciones, para votar por controlar RTVE; que se siguen peleando o descoordinándose cuando los afectados claman por ayuda urgente; que realizan tantas y tantas declaraciones públicas y no bajan al barro; que ponen fronteras dentro del país cuando los españoles las superan con su colaboración; y que no asumirán sus responsabilidades cuando se les exija.
Pero podrá sacar lo mejor, si aprendemos esta dolorosa lección. Frente a un Estado fallido, es hora de una sociedad nacional, la nuestra, que recupere la hermandad ante catástrofes naturales actuales y futuras, que genere nuevas alternativas capaces de unirnos para hacer frente a los grandes retos internos y externos, y que ponga en su sitio a una partitocracia que parece más centrada en sus sueños propios y en los puestos ajenos.
Sergio Fernández Riquelme
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